Como toda aventura que se precie, la nuestra también empieza con el viaje.
Cinco de la mañana. En pie. La casa está recogida, las maletas ya cargadas en el coche. Me queda la duda de si Jose cooperará o no a la hora de vestirse, subirse al coche, ir al bus… Con apenas 3 años aún no sé cuánto ha entendido en los días previos sobre el viaje. Ya es capaz de contar los pasos que seguiremos: coche a la estación, mucho rato en el bus hasta Madrid, mucho rato en el aeropuerto y un vuelo largo larguísimo hasta Costa Rica. Pero no sé si sabe cómo de largo es “largo larguísimo” o lo difícil que es levantarse de noche. Para mi sorpresa, abre los ojos contenta y se pone en pie de un salto. Me pregunta si ya ha llegado el día en que nos vamos a Costa Rica con los ojos brillantes y se viste en un pispás.
A las 6 sale el bus, que nos lleva de visita por los atascos de las 8 de la mañana en Madrid y nos deja a las 9 en el aeropuerto. Los vecinos de atrás en el autobús nos han oído hablar y nos comentan que ellos también van a Costa Rica y que cuente con ellos para ayudarme en el aeropuerto. ¡Qué poco sabían ellos cuánta ayuda iban a tener que prestarnos ni en qué aeropuerto!
Parece que todo va sobre ruedas y el avión no tiene retraso. Nos acercamos a San José y, cuando comienza el descenso, hasta me da pena despedirme de la tripulación del avión, que no ha parado de venir a ver qué puedo necesitar. A Jose le han dado el doble de zumos y de atenciones que a ningún otro; a Jorge lo han tenido en brazos hasta con la excusa de “déjamelo, que ya no me acuerdo. ¡Los míos tienen 20 años y no 20 días!”; a mi me han dado relevos cuando he tenido que ir al baño…
Después de un par de acercamientos al aeropuerto y vuelta a empezar, el piloto anuncia que no podemos aterrizar. Hay una tormenta. Nos vamos a Panamá. Son las 14h en Costa Rica. En España, las 22. Llevamos desde las 5 en marcha y Jose apenas ha dormido dos horas en el avión. Por un momento, me doy pena hasta a mi misma. Encima, la tripulación del avión empieza a desfilar por mi asiento para decirme que cuánto lo sienten y que no saben nada más que lo que nos han dicho. Nadie sabe si en unas horas nos recolocarán en aviones más pequeños, si tendremos que quedarnos en Panamá a dormir… Pienso en cómo sobreviviré a varias horas tirada en un pasillo de aeropuerto con el bebé y la nena. Pero no sé si es aún peor la imagen del transporte en bus a un hotel y saber que, hasta mañana, no hay esperanza. Mierda. Voy corta de pañales. ¿De dónde saco pañales para no se sabe cuánto tiempo? La hora de vuelo a Panamá pasa rápido mientras explico con paciencia a la peque que no veremos a papá por ahora. Y que Panamá es un país. Y que un país es… “.
Cuando aterrizamos en Panamá, el piloto enciende la cámara exterior. En las pantallas vemos cómo no pasa absolutamente nada alrededor del avión. Delante, un hangar cutre y ni rastro de nada parecido a un aeropuerto. Quince minutos después, que pasan exasperantemente despacio, llega un autobús y empiezan a bajar pasajeros. Se suceden los autobuses. Yo voy en la fila 39. Calculo que hay unas 200 personas delante y otras 100 detrás. Enciendo el móvil y entra un mensaje de Joaquín. Le han dicho en el aeropuerto de CR que se vuelva a casa, que hoy no llegamos. Por fin algo de información. El sobrecargo debió faltar ese día a clase y sólo nos ha dicho que vamos a Panamá. Son casi las 24:00 cuando llegamos a la terminal, a la que se llega en el autobús cruzando unos maizales y la pista de aterrizaje. Menos mal que mis amigos del bus de Valladolid me ayudan y acompañan todo el tiempo, porque cada vez doy más pena.
Llegamos a la terminal. En una sala pequeña, un chico con uniforme de Iberia reparte los papeles de inmigración. Debe andar corto de formularios, porque separa el papel autocopiativo y nos tocan papeles amarillos o blancos según la suerte quiere. Me tocan dos amarillos y uno blanco. Cuando termino de rellenar los dos primeros, veo que el tercero tiene los calcos de los anteriores. Ya no queda rastro del chico de Iberia. Aprieto más el boli para que se vea bien entre el carboncillo el nombre, número de pasaporte y dirección. ¿Dirección? ¿Cuál es mi dirección en Panamá? Pongo lo poco que sé de mi dirección en Costa Rica y cruzo los dedos porque la masa de 300 personas ya está en marcha y no sé a dónde van. Como pierda al grupo, ¿a dónde voy? Nadie nos ha dicho a qué hotel nos llevan, ni dónde nos esperan del aeropuerto ni nada de nada. Hay rumores de que no nos dan las maletas que hemos facturado. Voy con lo puesto: una mochila con un bebé dentro; un capazo donde he sentado a la mayor; y un trolley donde guardo un montón de cosas útiles para las 11 horas de avión con Jose y que ahora arrastro sin saber para qué (varios cuentos, un libro de Wally, cartas, figuritas de Lego Duplo, cuatro galletas, algunos pañales -pocos, vuelvo a recordar- y algunas toallitas). Mis amigos de Valladolid han adoptado también a otra mamá que viaja sola con una niña y nos ayudan a seguir al grupo. Hay que subir por unas escaleras. Una agarra a Jose en brazos, dos suben el capazo, otro baja luego a por la otra mamá. Ahora bajamos escaleras. ¿A dónde vamos? Ves caras familiares del avión y sigues a esos sin saber si estaremos todos de camino a la casa de la tía de uno, que era de Panamá. Ya no piensas. Sólo te preocupas de seguir al grupo. Y llegas al control de inmigración. Con niños y sola, cola prioritaria. Me cuela un señor y me despido de mis amigos. ¡Hasta la próxima cola! La chica de inmigración me echa la bronca por mis papeles de colores. Balbuceo que soy del vuelo 6313, como si eso aclarase algo. Para mi, sí. Para ella, como llego de los primeros de los últimos, no tiene explicación que lleve papeles de colores. No tengo energía para decirle que no quedaban formularios completos. Me dice que voy al hotel Rio. Otra gota de información. Me deja pasar y llego al control de aduanas. ¿Cuánto tiempo pasará en el país? ¿Motivo de la visita? ¿Lugar de residencia? ¿Dónde está su formulario de aduanas? Ay, dejadme en paz. No quedaban formularios de aduanas, ni quiero entrar en el país. Deben ser las mil de la mañana en España, estoy cansada, los niños más y no voy a meter en tu país más que unas figuras de Lego Duplo para llevármelas mañana mismo, coño.
Nos suben a un autobús vejete con cortinas con aspecto asiático.
Nos ponemos en marcha en medio de un atasco monumental. El conductor cambia de carril constantemente, pita sin parar y consigue llevarnos al hotel en sólo 45 minutos.
Espera, ¿ahí pone las 6:45? El japo de al lado está, obviamente, conectado con su iPhone. “Perdone, ¿sabe cuál es la hora local?”. Tela marinera. El sobrecargo ni se ha acordado de decirnos la hora local. Otra clase que se saltó. Aquí es una hora más que en Costa Rica. Menos mal que me he dado cuenta. Sólo me faltaba no saber ni qué hora es y acabar llegando tarde a… ¿a dónde? Jolines. Qué difícil es conseguir información aquí.
En la recepción del hotel vuelven a darme cola prioritaria. Menos mal. Jose ya no puede con su alma y el calor es asfixiante. El bebé y yo estamos sudando tan pegaditos con la mochila porque el capazo vuelve a ser para ella.
En recepción me dicen que mañana a las 7:20 tengo que estar en el hall. Esto empieza a ser como una misión secreta y cada cual me da una píldora de información. La sensación de “esto no me está pasando a mi” es grande. Y beneficiosa: Así no me pongo a llorar en el hall pidiendo que alguien de Iberia venga a consolarme.
Después de una noche de medio insomnio y medio jetlag, desayunamos y nos vamos al aeropuerto. El grupo está mucho más cohesionado y la otra mamá, nuestros Pucelanos salvadores, y los niños, charlamos con naturalidad de cómo hemos pasado la noche, de cuántos pañales ha necesitado Jorge, y de que aún quedan los justos para echar la mañana con los que me ha prestado la otra mamá (son de talla grande y le llegarían hasta el cuello, pero no estamos para hacerle ascos a nada).
A las 9:30 debería salir el avión, pero ahí estamos en la puerta de embarque las dos mamás, los Pucelanos, 4 menores sin acompañar y 3 personas en silla de ruedas. Menudo cuadro. Nos meten como pueden en el último autobús con destino al avión. Con nosotros va una chica del aeropuerto, que deduzco que está encargada de que nuestro vuelo salga de una vez de allí por el agobio que le entra cuando nos movemos a paso de tortuga por el aeropuerto porque hay un atasco monumental. Entra en crisis y hace 5 llamadas por el móvil en los 3 minutos en que estamos completamente quietos cediendo el paso a un avión que despega. Claro, si tenemos que cruzar la pista y los maizales, recuerdo somnolienta. La última de las llamadas acaba con una bronca a uno que va en la cabina del autobús: “Marco, ¿cómo que no repostaron a primerita hora? ¡se lo dije ayer!”. Marco contesta algo incomprensible y ella sigue con la bronca. Vuelve a coger el móvil para pedir que vengan corriendo a ponerle gasolina al avión. Los inválidos, las madres y nuestro equipo de Pucelanos hacemos chistes mientras los pobres menores sin acompañar siguen pálidos en un rincón. La chica nos aclara que dos se pusieron malitos por la noche. Pobres.
Y sin más incidentes, 40 horas después de salir de casa y con 2 pañales limpios, nuestro equipo llegó a Costa Rica listo para comenzar esta aventura.